
Akiba Kivelevich Rubinstein fue el menor de doce hermanos. Nació el 12 de octubre de 1882, en Stawiski (Polonia), cerca de la ciudad de Lodz, y su familia, judíos ortodoxos, le educó en las más estrictas tradiciones talmúdicas.
Aprendió a jugar al ajedrez a los dieciséis años. En su periodo como ajedrecista en formación se aprovechó de su extraordinaria memoria, de modo que conocía detalladamente la mayoría de las partidas de sus ajedrecistas predilectos: Morphy y Anderssen. El Rubinstein adolescente era un muchacho de férrea voluntad y muy, muy estudioso, que hizo en poco tiempo tan importantes progresos que en 1903 desafía a Salwe, el mejor jugador polaco de la época, y que hasta hacía poco tiempo podía concederle la torre de ventaja. Ante el asombro general, el joven Rubinstein entabla el match. Ese mismo año se atreve a participar en el torneo nacional ruso de Kiev, donde consigue un excelente quinto puesto.
Tras un nuevo match con Salwe, al que derrota, se le reconoce como maestro y es invitado al congreso de Barmen, en 1905, donde comparte con Duras el primer premio en el torneo secundario. Rubinstein seguía mostrándose como un hombre disciplinado que dedicaba seis horas diarias al estudio del juego durante 300 días al año; los otros sesenta a jugar torneos y los cinco restantes a descansar.
En 1907 ganó algunos torneos. En 1908 venció en matches a Teichmann, Mieses y Marshall.
En 1910, cuando Schlecter desafió a Lasker por el título mundial, muchos consideraban a Akiba Rubinstein como el mejor jugador de ajedrez en el mundo.
Pero 1912 fue su gran año: ganó cinco torneos seguidos y produjo tan hermosas partidas que aún hoy se reproducen con admiración. Cincuenta años más tarde, el gran maestro danés Bent Larsen también ganó cinco importantes torneos seguidos, pero en un periodo de tiempo de tres años. Por el contrario Rubintein ganó en San Sebastian, Pistyan, Breslau, Varsovia y Vilna, en ese mismo 1912 que fue declarado año de Rubinstein (cosa que no había sucedido antes en la historia del ajedrez).
También obtuvo el reconocimiento de otros grandes astros del ajedrez de su época; Capablanca, refiriéndose a la partida Rubinstein—Schlechter (San Sebastián, 1912) dijo: “Pocas partidas me han impresionado tanto. Para mía es una obra maestra completa, un monumento de grandiosa precisión. Por sí sola sirve para demostrar cómo debe jugarse al ajedrez...” Reti, por su parte, elogió “...la casi milagrosa exactitud con que las negras conducen a sus fuerzas a la victoria” en el final de la partida Tarrasch—Rubinstein, (San Sebastián, 1912).
En este periodo de 1907 a 1912 vence en numerosos torneos y despliega un depurado ajedrez clásico que raya en la perfección lo que hace de él el candidato lógico para disputarle al Lasker la corona de campeón del mundo. Rubinstein reta en esta época a Lasker, pero no se llega a un acuerdo: los dos jugadores se ponen de acuerdo en todas las condiciones excepto en si se jugaría por la mañana, como quería Rubinstein, o por la tarde, como quería Lasker, acostumbrado a levantarse a avanzadas horas de la mañana. Tras tres años de negociaciones, Rubinstein cede, pero el encuentro no se puede disputar por el estallido de la I Guerra Mundial. A esto hay que añadir otro revés: no logró clasificarse para la fase final del importante torneo de San Petersburgo, en 1914. Rubinstein nunca tuvo una oportunidad de jugar por el campeonato del mundo pero fue considerado el ajedrecista más fuerte que nunca tuvo la suerte de competir por el título. Rubinstein tuvo la mala suerte de ver florecer su mejor ajedrez en una época en la que convivía el relativo ocaso de Lasker junto con el brillante ascenso de Capablanca, la gran estrella latina.
En cierta ocasión, durante la celebración de un torneo, fue al comedor con su tablero de bolsillo y se puso a analizar una posición que tenía aplazada, mientras, con gestos distraídos, se llevaba la comida a la boca. Terminado esto, se levantó y salió al pasillo, siempre con su tablero en las manos, y caminó y caminó por todas las salas del hotel. De pronto se encontró con una puerta donde un cartel anunciaba “Comedor”. Entró, se sentó, y volvió a comer de nuevo, sin recordar que hacía escasos minutos que lo había hecho.
En la última ronda de un torneo, Rubinstein necesitaba solamente un empate para asegurarse el primer puesto en solitario. Después de unos cuantos movimientos, su adversario ofreció tablas. ¡Rubinstein las rechazó! Después de algunos movimientos más, Rubinstein ya había adquirido una clara ventaja y fue él quien propuso el reparto del punto. Su oponente, sorprendido, aceptó alegremente y el gran maestro le espetó:”YO soy quien debe decidir el resultado de una partida contra un jugador de SU categoría”.
Rubinstein hizo gala en sus mejores partidas de un delicioso y elegante estilo de juego. El estereotipo en el que se suele encorsetar su estilo nos dice que Rubinstein fue un jugador posicional, extremadamente racional, cuya principal virtud radica en su precisa apreciación de los detalles estratégicos que subyacen cualquier posición, lo que le habilita para desarrollar una técnica impresionantemente precisa en conducción de la fase final del juego. Sin embargo, para ser completamente ecuánimes, hay que reconocer que gran parte de la fuerza de Rubinstein sólo se explica por su formidable potencial táctico: además de sembrar sus partidas con numerosas combinaciones, Rubinstein osó frecuentar las emociones fuertes y los paseos al borde del abismo del Gambito de Rey en una época en la que esta arriesgada apertura había dejado de ser popular entre los grandes maestros de primera fila.
Dejando de lado la cuestión del estilo de juego, se cuenta que Rubinstein tenía una forma muy especial de tratar a los caballos (a los de ajedrez, por supuesto): en lugar de levantarlos para cambiarlos de casilla, los empujaba con el índice y el anular juntos.
La precariedad y la angustia que arrastró la Gran Guerra afectaron seriamente a su sistema nervioso. y aunque luego volvió al tablero, su ajedrez se resintió notablemente. Aún pudo, sin embargo, derrotar a grandes jugadores, como Schlechter y Bogoljubov, venciendo en Triberg (1921), Viena (1922), Marienbad (1925) y en algún otro torneo, pero su desequilibrio psíquico le metió de lleno en un laberinto de manías persecutorias. La grave enfermedad que padecía le hacía comportarse excéntricamente durante las partidas: hacía su jugada y se iba a un rincón de la sala para no molestar a su adversario y allí se apoyaba en la pared y comenzaba a mover el cuerpo en círculos mientras hablaba en voz baja.
Después de 1932, Rubinstein no volvió a competir en Torneos de Ajedrez nunca más, aunque se le invitaba a participar. Su lucha de toda la vida por su salud mental empeoró y pasó un tiempo en un sanatorio. Algo bueno resultó de ello, ya que es posible que esto lo protegiera de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y no se le molestó.
En los últimos años de su vida estuvo varios meses internado en un sanatorio hasta que se recuperó y se fue a vivir a Bruselas. Allí jugó frecuentemente con el gran maestro belga O´Kelly durante la II Guerra Mundial. El 14 de marzo de 1961 falleció, solitario, en un asilo de ancianos de un pueblecito belga, donde había acudido con la esperanza de recuperar su maltrecha salud.